viernes, 10 de febrero de 2012

Pachita

El nombre de Pachita inspira respeto. Ha quedado bien registrado en la mente de México como sinónimo de curación, salud, alivio, fe, energía, poder, medicina. A ella recurrían quienes fueron considerados desahuciados por los médicos convencionales. En definitiva, Pachita tenía secretos.

Conocía profundamente la estructura de la psique humana.

Conocía a fondo los estratos más básicos, aquellos que están bien ocultos en el devenir de los días, pero que no por ello han desaparecido. Bueno, pues Pachita supo cómo remover lo que tenía que ser removido bien dentro de tales capas sedimentadas de la psiqué.

Disponía de gran energía personal y de un grupo de familiares y allegados que reforzaban sus operaciones. Pachita te llevaba a un nivel de conciencia en el que todo era posible. Mediante un camino u otro, enfocaba tu mente en la posibilidad absoluta de que fueras curado. Te devolvía la fe. Estar frente a ella quería decir reencuentro. Con tu fe extraviada, contigo mismo, con Dios.

MÁS ALLÁ DEL MIEDO

Tenía una congruencia tal, que podías sentirte seguro, no importando si tenía que abrir tu carne para cortar algo putrefacto y maloliente en su interior. No estaba exento el dolor, ni el miedo.

Las verdaderas curaciones no están desprovistas de estos sentimientos necesarios para dar un salto cualitativo en tu vida espiritual. Descrita de una forma llana, su sala de operaciones resulta más misteriosa que llena de luz. Operaba en lo profundo de tu psiqué. Funcionaba desde el misterio. Con sólo unas veladoras.

Con sus manos podía anestesiarte o inyectarte líquido, que ella llamaba balsámico. Su presencia era fuerte. Aún anciana y con los ojos nublados, no pasaba desapercibida. Cuando operaba era descrita como distinta, porque quien hacía las curaciones según ella misma y los ayudantes, era el espíritu de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, quien no habiendo podido finalizar su misión por la invasión española, habría dejado inconcluso mucho camino de sanaciones y consultas.

Sabemos que en el antiguo México, todo hombre espiritual era a la vez médico, lo que ahora llamamos médico tradicional. Pero en aquel momento, como ahora, como hasta la fecha, a los médico tradicionales se les conoce también como “los que saben”, “hombre de conocimiento”, “hombre de poder”, o simplemente sabios.

En las ricas lenguas mexicanas esto queda mucho más claro que con la extraña pero popular palabra “chamán”. Pues bien, Pachita era una mujer de conocimiento, lo cual quiere decir que sabía los secretos principales de la vida y de la salud, del bienestar y del desarrollo, y por ello era consultada por innumerables pacientes sobre todos los temas que podamos imaginar.

ORGULLO MEXICANO

Pachita fue un ser irrepetible. Desconozco quién o quiénes hoy día sigan sus enseñanzas y con qué seriedad o buena fe lo hagan, pero me queda claro que como Pachita no habrá dos. Esto no puede ser traducido como que no haya más médicos tradicionales fuertes, importantes y que estemos viviendo en México una suerte de orfandad. No es así.

Pachita es un camino de espiritualidad que dejó su ejemplo trazado. De ella podemos aprender que la fe no tiene efectivamente límites, que todos los problemas tienen soluciones, que muchos males nos vienen como consecuencia de nuestros propios desórdenes y que son una lección y una invitación para estar más cerca de un sendero de bien.

Es un orgullo que Pachita haya sido mexicana. Fue tomada en cuenta por altos personajes de la política y por gente de lo más humilde. No había distinción de clases sociales en ella. Todos acudían a su cobijo y sin tener que pagar mucho dinero eran recibidos y bien tratados. Pachita era un ser equilibrado. Era una mujer del pueblo.

Era realmente mal hablada, y podía llorar por una causa u otra, pero esto contrastaba porque era muy cariñosa con sus nietos, sus hijos y sus pacientes. A éstos frecuentemente los llamada “cariñosa, cariñoso, mi niño, mi chiquito”. Como toda buena doctora espiritual, podía ser muy dulce o muy dura. Depende lo que se ofreciera. Viajaba por tierra siempre, ya que, extrañamente, temía volar en avión.

SIEMPRE CUAUHTÉMOC

Lo suyo era entrar en contacto con el espíritu de Cuauhtémoc, a quien dedicaba una oración o poesía, y una vez que el azteca hablaba a través de ella, la voz de la doctora se escuchaba más firme y gruesa, varonil. Cuauhtémoc saludaba entonces a todos los ahí reunidos en el nombre del Padre, de Dios, y aconsejaba a quienes lo necesitaban sobre sus problemas, para pasar a las consultas con los pacientes y más tarde a las operaciones más difíciles.

Retiraba “daños” que algunas veces se encarnaban en insectos o formas repugnantes, pútridas, que debían ser envueltas en papel negro y tiradas para no ser vueltas a ver jamás. Pachita también gustaba de recoger animales de la calle para curarlos, por lo que su casa parecía a veces un desfile de zoológico y el olor resultante de excremento no era muy agradable, dicen quienes estuvieron ahí para constatarlo.

Usaba ella siempre o muy frecuentemente un mismo vestido, como una niña que no desea usar otra cosa porque esa ropa le brinda poder y se siente muy a gusto. Usaba un mandil a veces. Y una especie de jorongo con campanitas en las puntas, o un cierto atuendo azteca para dar las consultas. Sus manos podía terminar bañadas de sangre, como las de sus ayudantes. Usaba alcohol, algodones, y un equipo de médicos en espíritu la auxiliaba para cortar, acomodar, coser y suturar.

HUÉRFANA Y REVOLUCIONARIA

Pachita fue una mujer pobre, que se interesaba además en ahorrar dinero para montar un kinder, ya que decía que no se podía ya componer a “los cabrones” cuado ya eran grandes y estaban torcidos. Por eso ella insistía en enseñarles a los niños cosas positivas antes que erraran su camino. Se dice que de joven participó en la revolución mexicana (1910-1920), al lado de las huestes de Pancho Villa, de quien también se dice que tal vez fue amante.

Fue huérfana de ambos padres y un negro la adoptó y le enseñó cómo viajar en espíritu y establecer contacto con el astral y el mundo de los espíritus. Luego ese tutor se regresó a su tierra a morir, y Pachita quedó de nuevo sola a los 15 años. No se sabe si conoció o no a sus padres biológicos que por no estar casados, no pudieron cuidarla ante las presiones sociales.

Pachita era el sobrenombre de Bárbara Guerrero, una gran practicante de medicina tradicional oriunda de Parral, Chihuahua, nacida en 1900.

Las hazañas de sanación operadas por la señora son relatadas a través de distintas personas que la conocieron, entre ellas quizá uno de sus más fieles discípulos, el neurofisiólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México, Jacobo Grinberg Zylberbaum, quien fue su ayudante varios años.

EL APORTE DE JACOBO

Jacobo Grinberg escribió un libro sobre estas curaciones, intitulado “Pachita”, editado por Heptada en la serie “Los chamanes de México”.

De no ser por algunas divagaciones espirituales del autor, que son tan subjetivas que sólo podría entender él mismo, el texto es un gran testimonio del poder de la fe sobre la materia. Pachita efectuaba cirugías de todo tipo. Podía en un mismo día operar un problema del corazón, un pulmón con cáncer, huesos, caderas, páncreas. Y lo hacía a menudo con un cuchillo “de monte” oxidado, siempre apoyada por el espíritu de Cuauhtémoc y varios aprendices ayudantes.

Pachita diagnosticaba luego de auscultar con sus manos a sus pacientes. Cerraba los ojos y podía “ver” cuál era el problema. Entonces les recetaba remedios naturales o cambios en sus conductas, en sus rutinas.

Hace años, Pachita falleció. Fue una de las más notorias doctoras que ha habido en México. Algunos días de la semana consultaba en un departamento cercano a la Plaza Río de Janeiro, en la Colonia Roma de la ciudad de México.

Ahí fue donde la conocieron y visitaron muchos artistas, intelectuales y gente del pueblo. Sabemos de muchos casos que seguían sus indicaciones y mejoraban. Otros se acercaban a ella un poco arrastrados por sus amigos o familiares, que tenían más confianza o fe, pero que desobedecían o echaban en saco roto sus consejos y eso dificultaba su sanación.

Dos personas conocidas de distintos ámbitos de la cultura que estuvieron cerca de Pachita fueron el mencionado Jacobo Grinberg-Zylberbaum, y el cineasta y estudioso del tarot Alejandro Jodorowsky. El primero, tiempo después, hace ya años, desapareció sin dejar rastros. Nadie sabe si murió en un viaje, fue asesinado, fue secuestrado por aparatos de inteligencia o algo distinto.

Las últimas versiones de las indagatorias de la policía mexicana apuntaban a que la culpable de esa desaparición podía tratarse de una ex esposa de Jacobo. Esta mujer también habría desaparecido casi simultáneamente que él. Los familiares de Jacobo afirman que él estaba hoy en México y mañana en la India o en Alemania, que se movía por el mundo con soltura. Pero también aseguran que nunca se hubiera ido por su propia voluntad dejando sola a su hija, que por ahora debe ya ser una adulta.

Sea lo que sea, dejó escrito todo lo que tenemos que conocer de Pachita. El otro personaje que habla de Pachita en sus libros es Jodorowsky. Finalmente, décadas más tarde, el artista se fue acercando al ámbito espiritual y terapéutico, hasta llegar a concebir lo que hoy denomina como psicomagia y psicochamanismo. De ese tamaño fue la influencia de Pachita.

Incluso Carlos Castaneda, el popular escritor radicado en Los Ángeles, hizo referencia a Pachita en alguno de sus libros. Supuestamente habría consultado a su maestro Don Juan sobre las curaciones de la señora, a lo que habría seguido una explicación del “brujo” yaqui en torno a que lo que sucedía es que ella era capaz de “mover el punto de encaje” del paciente, con lo que se facilitaba el movimiento libre de energía y la consiguiente curación.


Pachita, junto con la extraordinaria, humilde, poética, fluida, lúdica María Sabina, y el exótico y místico llamado Niño Fidencio, son los médicos tradicionales más conocidos de este país. Ha habido y hay muchos más, pero por distintas razones, sobre todo de publicidad, de comunicación, no han trascendido tanto como los anteriores, lo cual no les quita ni un centímetro de grandeza. Pero eso no importa, porque cada obra es sagrada y cada curación es un testimonio de la majestuosidad del espíritu.

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