Frederic Beigbeder, fue un brillante creativo de publicidad durante mucho tiempo. Pero en el año 2000 escribió una novela con tintes autobiográficos, y fue automáticamente despedido por plantearse la dudosa moral de su oficio y de la sociedad de consumo en Occidente.
En esta entrada, simplemente he querido recoger algunos párrafos de la novela que pueden servir de introducción, o epílogo, según se haya visto o no, a la trilogía documental de Adam Curtis, El siglo del yo (BBC), en la que los grandes protagonistas del marketing y la psicología nos narran, en primera persona, la historia del siglo XX en función de cómo gobiernos y corporaciones han utilizado las técnicas de manipulación social para vender e implantar modas y valores al antojo de los tiempos.
Me llamo Octave y llevo ropa de APC. Soy publicista: eso es, contamino el universo. Soy el tío que os vende mierda. Que os hace soñar con esas cosas que nunca tendréis. Cielo eternamente azul, tías que nunca son feas, una felicidad perfecta, retocada con el PhotoShop. Imágenes relamidas, músicas pegadizas. Cuando, a fuerza de ahorrar, logréis comprar el coche de vuestros sueños, el que lancé en mi última campaña, yo ya habré conseguido que esté pasado de moda. Os llevo tres temporadas de ventaja, y siempre me las apaño para que os sintáis frustrados. El Glamour es el país al que nunca se consigue llegar. Os drogo con novedad, y la ventaja de lo nuevo es que nunca lo es durante mucho tiempo.
Siempre hay una nueva novedad para lograr que la anterior envejezca. Hacer que se os caiga la baba, ése es mi sacerdocio. En mi profesión, nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume. Vuestro sufrimiento estimula el comercio. En nuestra jerga, lo hemos bautizado «la depresión poscompra». Necesitáis urgentemente un producto pero, inmediatamente después de haberlo adquirido, necesitáis otro. El hedonismo no es una forma de humanismo: es un simple flujo de caja. ¿Su lema? «Gasto, luego existo.» Para crear necesidades, sin embargo, resulta imprescindible fomentar la envidia, el dolor, la insaciabilidad: éstas son nuestras armas. Y vosotros sois mi blanco.
Dondequiera que miréis reina mi publicidad. Os prohíbo que os aburráis. Os impido pensar. El terrorismo de la novedad me sirve para vender vacío. Preguntad a cualquier surfista: para mantenerse en pie resulta indispensable tener un espacio vacío debajo. Hacer surf consiste en deslizarse sobre un enorme agujero (los adictos a Internet lo saben tan bien como los campeones de surf de Lacanau). Yo decreto lo que es Auténtico, lo que es Hermoso, lo que está Bien. Elijo a las modelos que, dentro de seis meses, os la pondrán dura. A fuerza de verlas retratadas, las bautizáis como top-models; mis jovencitas traumatizarán a cualquier mujer que tenga más de catorce años. Idolatráis lo que yo elijo. Este invierno se llevará los senos más altos que los hombros y el chochito rasurado. Cuanto más juego con vuestro subconsciente, más me obedecéis. Si canto las excelencias de un yogur en las paredes de vuestra ciudad, os garantizo que acabaréis comprándolo. Creéis que gozáis de libre albedrío, pero el día menos pensado reconoceréis mi producto en la sección de un supermercado; y lo compraréis, así, sólo para probarlo, creedme, conozco mi trabajo.
En esta entrada, simplemente he querido recoger algunos párrafos de la novela que pueden servir de introducción, o epílogo, según se haya visto o no, a la trilogía documental de Adam Curtis, El siglo del yo (BBC), en la que los grandes protagonistas del marketing y la psicología nos narran, en primera persona, la historia del siglo XX en función de cómo gobiernos y corporaciones han utilizado las técnicas de manipulación social para vender e implantar modas y valores al antojo de los tiempos.
Me llamo Octave y llevo ropa de APC. Soy publicista: eso es, contamino el universo. Soy el tío que os vende mierda. Que os hace soñar con esas cosas que nunca tendréis. Cielo eternamente azul, tías que nunca son feas, una felicidad perfecta, retocada con el PhotoShop. Imágenes relamidas, músicas pegadizas. Cuando, a fuerza de ahorrar, logréis comprar el coche de vuestros sueños, el que lancé en mi última campaña, yo ya habré conseguido que esté pasado de moda. Os llevo tres temporadas de ventaja, y siempre me las apaño para que os sintáis frustrados. El Glamour es el país al que nunca se consigue llegar. Os drogo con novedad, y la ventaja de lo nuevo es que nunca lo es durante mucho tiempo.
Siempre hay una nueva novedad para lograr que la anterior envejezca. Hacer que se os caiga la baba, ése es mi sacerdocio. En mi profesión, nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume. Vuestro sufrimiento estimula el comercio. En nuestra jerga, lo hemos bautizado «la depresión poscompra». Necesitáis urgentemente un producto pero, inmediatamente después de haberlo adquirido, necesitáis otro. El hedonismo no es una forma de humanismo: es un simple flujo de caja. ¿Su lema? «Gasto, luego existo.» Para crear necesidades, sin embargo, resulta imprescindible fomentar la envidia, el dolor, la insaciabilidad: éstas son nuestras armas. Y vosotros sois mi blanco.
Dondequiera que miréis reina mi publicidad. Os prohíbo que os aburráis. Os impido pensar. El terrorismo de la novedad me sirve para vender vacío. Preguntad a cualquier surfista: para mantenerse en pie resulta indispensable tener un espacio vacío debajo. Hacer surf consiste en deslizarse sobre un enorme agujero (los adictos a Internet lo saben tan bien como los campeones de surf de Lacanau). Yo decreto lo que es Auténtico, lo que es Hermoso, lo que está Bien. Elijo a las modelos que, dentro de seis meses, os la pondrán dura. A fuerza de verlas retratadas, las bautizáis como top-models; mis jovencitas traumatizarán a cualquier mujer que tenga más de catorce años. Idolatráis lo que yo elijo. Este invierno se llevará los senos más altos que los hombros y el chochito rasurado. Cuanto más juego con vuestro subconsciente, más me obedecéis. Si canto las excelencias de un yogur en las paredes de vuestra ciudad, os garantizo que acabaréis comprándolo. Creéis que gozáis de libre albedrío, pero el día menos pensado reconoceréis mi producto en la sección de un supermercado; y lo compraréis, así, sólo para probarlo, creedme, conozco mi trabajo.
¿No resulta espantoso comprobar hasta qué punto todo el mundo parece considerar normal esta situación? Me dais asco, insignificantes esclavos sometidos a mis más mínimos caprichos. ¿Por qué habéis permitido que me convierta en el Rey del Mundo? Me gustaría resolver este misterio: averiguar de qué modo, en el punto más álgido de una época cínica, la publicidad fue coronada Emperatriz. En dos mil años, nunca un cretino irresponsable como yo había logrado ser tan poderoso.
Te gustaría tumbarte sobre el césped y llorar mirando al cielo. La publicidad consiguió que Hitler fuera elegido. La publicidad se encarga de hacer creer a los ciudadanos que la situación es normal cuando no lo es. Como esos agotelos nocturnos de la Edad Media, parece gritar constantemente: «Dormid, buena gente, es medianoche, todo va bien, pan, vino, Boursin, bueno, bonito, Dubonnet, aúpa, Wasa, Mini-Mir, MiniPrecio, pero aspira a lo máximo.» Dormid, buena gente, «Todo el mundo es infeliz en el mundo moderno», avisó Charles Péguy. Es cierto: los parados son infelices por no tener trabajo, y los que trabajan por tenerlo. Dormid tranquilos, tomad vuestro Prozac. Y, sobre todo, no os hagáis preguntas.
El mundo es irreal, salvo cuando es mortalmente aburrido.
Octave se aburre con deleite bajo su cocotero; su felicidad consiste en observar cómo dos saltamontes se sodomizan sobre la arena mientras farfulla:
-El día que todo el mundo acepte aburrirse en esta Tierra, la humanidad estará a salvo.
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