Frida ríe a carcajadas y pinta espléndidas telas al óleo desde el día en que fue condenada al dolor incesante.
El primer dolor ocurrió allá lejos, en la infancia, cuando sus padres la disfrazaron de ángel y ella quiso volar con alas de paja; pero el dolor de nunca acabar llegó por un accidente en la calle, cuando un fierro de tranvía se le clavó en el cuerpo de lado a lado, como una lanza, y le trituró los huesos. Desde entonces ella es un dolor que sobrevive. La han operado, en vano, muchas veces; y en la cama del hospital empezó a pintar sus autorretratos, que son desesperados homenajes a la vida que le queda.
Frida Kahlo iba ahí, en silla de ruedas.
Fue la última vez que la vieron viva.
Murió sin ruido, poco después.
Y unos cuantos años pasaron hasta que la fridamanía, tremendo alboroto, la despertó.
¿Resurrección o negocio? ¿Se merecía esto una artista ajena al exitismo y al lindismo, autora de despiadados autorretratos que la mostraban cejijunta y bigotuda, acribillada de agujas y alfileres, acuchillada por treinta y dos operaciones?
¿Y si todo esto fuera mucho más que una manipulación mercantil? ¿Un homenaje del tiempo, que celebra a una mujer capaz de convertir su dolor en color?
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