sábado, 21 de abril de 2012

Fridamanía...

Tina Modotti no está sola frente a sus inquisidores. La acompañan, de un brazo y del otro, sus camaradas Diego Rivera y Frida Kahlo: el inmenso buda pintor y su pequeña Frida, pintora también, la mejor amiga de Tina, que parece una misteriosa princesa de Oriente pero dice más palabrotas y bebe más tequila que un mariachi de Jalisco.

Frida ríe a carcajadas y pinta espléndidas telas al óleo desde el día en que fue condenada al dolor incesante.

El primer dolor ocurrió allá lejos, en la infancia, cuando sus padres la disfrazaron de ángel y ella quiso volar con alas de paja; pero el dolor de nunca acabar llegó por un accidente en la calle, cuando un fierro de tranvía se le clavó en el cuerpo de lado a lado, como una lanza, y le trituró los huesos. Desde entonces ella es un dolor que sobrevive. La han operado, en vano, muchas veces; y en la cama del hospital empezó a pintar sus autorretratos, que son desesperados homenajes a la vida que le queda.



En 1954, una manifestación comunista camino las calles de la ciudad de México.
Frida Kahlo iba ahí, en silla de ruedas.
Fue la última vez que la vieron viva.
Murió sin ruido, poco después.
Y unos cuantos años pasaron hasta que la fridamanía, tremendo alboroto, la despertó.
¿Resurrección o negocio? ¿Se merecía esto una artista ajena al exitismo y al lindismo, autora de despiadados autorretratos que la mostraban cejijunta y bigotuda, acribillada de agujas y alfileres, acuchillada por treinta y dos operaciones?
¿Y si todo esto fuera mucho más que una manipulación mercantil? ¿Un homenaje del tiempo, que celebra a una mujer capaz de convertir su dolor en color?

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