domingo, 18 de noviembre de 2012

Optimismo pesimista, pesimismo optimista...


Cuando alguien ha tocado fondo, cuando ha llegado al extremo más duro, desolador, terrible y doloroso de la vida, a partir de entonces se marca un punto de inflexión, en el que solo caben dos opciones. O se entra en una más que comprensible espiral autodestructiva en la que el dolor no permite vivir y la tristeza se convierte en habito. O todo lo contrario…

Se podría definir como “nada puede ir peor”. “Al que viene del infierno no le asusta una cerilla”, dice una frase que alguna vez leí. De eso, exactamente, se trata. Hay gentes que ante las adversidades y torturas de la vida, en vez de hundirse en el terrible pozo del dolor y de la tragedia, se lo toman como un principio en vez de cómo un final.

Esa es un poco la postura que tengo ante la existencia. Igual resulta frívola. Igual resulta incomprensible para el que es optimista por naturaleza, o depresivo por condición, pero es mi postura, y no tengo otra.

Una frase, jodida pero apropiada, dice “Dios castiga, pero no ahoga”. Al margen de lo que haga o no haga Dios, es válida en este contexto. Me explico: cuando uno ha catado la amargura de la vida en toda su intensidad, cuando ha visto lo absurdo, terrible y arbitraria que puede ser la existencia, cuando ha padecido en sus carnes la soledad, el hastio, el miedo, el terror, el dolor,,, a partir de ahí es posible creer en la esperanza, basándose en el “nada puede ir peor”.

Por eso, cuando me dicen que soy optimista, siempre suelo responder, “no me queda otra, ya he cubierto mi dosis de tragedia”… lo malo es que es mentira, pues de vez en cuando la vida me vuelve a sorprender con alguna puñalada trapera o algún improvisto que reduce a los cimientos mi solido edificio de positividad.

De ahí que otros me consideren pesimista, porque si hay algo que me fastidia es el optimismo eufórico del que siempre ha vivido “bien”. Y por eso tiendo a relativizar aquellas visiones utópicas y esperanzadoras, en exceso, de la existencia y del devenir.

Por eso, quizá, me impresionó tanto aquella fabula de la moneda que David, el rey, le dio a su hijo, Salomón, comentándole que si algún día estaba hundido y jodido, si algún día veía que los problemas no tenían solución, debía leer la inscripción de la moneda, pues le sería de gran ayuda. Pero que recordase también que cuando todo le fuese bien de nuevo, diese la vuelta a la moneda y leyese lo que ponía en el reverso. También le ayudaría.

Efectivamente, el bueno de Salomón, en un periodo desgraciado de su vida, hundido y acabado, se acordó del regalo de David, buscó la moneda y leyó lo que ponía en la cara. “Esto pasará”…

Y pasó.

Años después estaba en todo lo suyo. Era feliz, dichoso, afortunado… pero de pronto se acordó de aquella moneda y de las sabias palabras de su padre. Así que decidió buscarla y leer lo que ponía en el reverso.
“Esto también pasará”

Así que amigos, espero que esta reflexión os valga de algo, y si no, pues nada, salud, que la suerte ya vendrá.

Por Oskarele

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