"Traidor", le dije. Le mostré el recorte de un diario cubano: él aparecía vestido de pitcher, jugando béisbol. Recuerdo que se rió, nos reímos; si me contestó algo, no sé. La conversación saltaba, como una pelotita de ping-pong, de un tema al otro.
Yo no quiero que cada cubano aspire a ser Rockefeller -me dijo. El socialismo tenía sentido si purificaba a los hombres, si los lanzaba más allá del egoísmo, si los salvaba de la competencia y la codicia.
Me contó que, cuando era presidente del Banco Central, había firmado los billetes con la palabra Che, para burlarse, y me dijo que el dinero, fetiche de mierda, debía ser feo.
El Che Guevara se delataba, como todos, por los ojos. Recuerdo su mirada limpia, como recién amanecida: esa manera de mirar de los hombres que creen.
Charlando, no podía uno olvidar que aquel hombre había llegado a Cuba al cabo de una peregrinación a lo largo de América Latina. Había estado, y no como turista, en el torbellino de la revolución boliviana y en la agonía de la revolución guatemalteca. Había cargado bananas en Centroamérica y había sacado fotos en las plazas de México, para ganarse la vida y, para jugársela, se había lanzado a la aventura del Granma.
No era hombre de escritorio. Tenía que estallar tarde o temprano, aquella tensión de león enjaulado que era fácil de advertir cuando lo entrevisté a mediados de 1964.
Éste ha sido el insólito caso de alguien que abandona una revolución ya hecha por él y un puñado de locos, para lanzarse a empezar otra. No vivió para el triunfo, sino para la pelea, la siempre necesaria pelea por la dignidad humana.
Candela, el chófer que me acompañó en aquella primera recorrida de Cuba, solía llamarlo Caballo. Él sólo aplicaba este supremo elogio a la cubana a tres personas: Fidel, el Che y Shakespeare.
Tres años después, me quedé con la vista clavada en la primera página de los diarios. Las radiofotos mostraban el cuerpo inmóvil desde todos los ángulos. La dictadura del general Barrientos exhibía al mundo su gran trofeo.
Le miré largamente la sonrisa, a la vez irónica y tierna, y me vinieron a la cabeza frases de aquel diálogo del 64, definiciones del mundo ("La razón la tienen unos, pero las cosas las tienen otros"), de la revolución ("Cuba no será nunca una vitrina de socialismo, sino un ejemplo vivo") y de sí mismo ("Yo me he equivocado mucho, pero creo que...").
Pensé: "Ha fracasado. Está muerto". Y pensé: "No fracasará nunca. No morirá jamás", y con los ojos fijos en esa cara de Jesucristo rioplatense, me vinieron ganas de felicitarlo.
Eduardo Galeano - Días y Noches de Amor y de Guerra
Me contó que, cuando era presidente del Banco Central, había firmado los billetes con la palabra Che, para burlarse, y me dijo que el dinero, fetiche de mierda, debía ser feo.
El Che Guevara se delataba, como todos, por los ojos. Recuerdo su mirada limpia, como recién amanecida: esa manera de mirar de los hombres que creen.
Charlando, no podía uno olvidar que aquel hombre había llegado a Cuba al cabo de una peregrinación a lo largo de América Latina. Había estado, y no como turista, en el torbellino de la revolución boliviana y en la agonía de la revolución guatemalteca. Había cargado bananas en Centroamérica y había sacado fotos en las plazas de México, para ganarse la vida y, para jugársela, se había lanzado a la aventura del Granma.
No era hombre de escritorio. Tenía que estallar tarde o temprano, aquella tensión de león enjaulado que era fácil de advertir cuando lo entrevisté a mediados de 1964.
Éste ha sido el insólito caso de alguien que abandona una revolución ya hecha por él y un puñado de locos, para lanzarse a empezar otra. No vivió para el triunfo, sino para la pelea, la siempre necesaria pelea por la dignidad humana.
Candela, el chófer que me acompañó en aquella primera recorrida de Cuba, solía llamarlo Caballo. Él sólo aplicaba este supremo elogio a la cubana a tres personas: Fidel, el Che y Shakespeare.
Tres años después, me quedé con la vista clavada en la primera página de los diarios. Las radiofotos mostraban el cuerpo inmóvil desde todos los ángulos. La dictadura del general Barrientos exhibía al mundo su gran trofeo.
Le miré largamente la sonrisa, a la vez irónica y tierna, y me vinieron a la cabeza frases de aquel diálogo del 64, definiciones del mundo ("La razón la tienen unos, pero las cosas las tienen otros"), de la revolución ("Cuba no será nunca una vitrina de socialismo, sino un ejemplo vivo") y de sí mismo ("Yo me he equivocado mucho, pero creo que...").
Pensé: "Ha fracasado. Está muerto". Y pensé: "No fracasará nunca. No morirá jamás", y con los ojos fijos en esa cara de Jesucristo rioplatense, me vinieron ganas de felicitarlo.
Eduardo Galeano - Días y Noches de Amor y de Guerra
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