domingo, 17 de abril de 2011

Miedo



El miedo nos paraliza, nos inunda de dudas, nos quita el calor y congela la confianza en nosotros mismos.
Cuando somos pequeños, tenemos miedo a que nos apaguen la luz al ir a dormir, a los monstruos de las películas, a los fantasmas o a los suspensos...
Vivimos con miedo todo el tiempo.
Cuando nos hacemos mayores, nuestros miedos crecen con nosotros. Crecen, porque adquieren una alarmante dosis de realidad. Aprendemos que no se irán al levantarnos por la mañana, al encender la luz o al recibir un abrazo de mamá o papá.
Están ahí, y la única manera de hacerlos desaparecer es enfrentarnos a ellos y ganarles la partida.
A veces, tenemos miedo a los cambios, a la incertidumbre de no saber qué va a pasar con nuestras vidas, a si podremos pagar esto o aquello. Tenemos miedo a darnos de bruces con nuestros límites y capacidades, a perder a la gente que queremos, a la soledad, a envejecer, a que nos olviden, a que nos hieran...
Pero el miedo nos congela, como el fotograma de una película pausada. En ocasiones necesitamos que alguien pulse el botón del play, pero en otras, sólo nosotros podemos hacerlo.
No podemos dejar que el miedo gobierne nuestra vida, que nos atrape. No podemos ser presa de la tristeza y la resignación que conlleva.
Siempre habrá algo que nos hará perder el sueño, siempre habrá cosas que podrían mejorar. Pero lo importante es no dejarse atrapar. Lo importante es, que compremos la entrada para la montaña rusa y montemos en ella. Y si hace falta, que tengamos a alguien detrás que nos obligue a no darnos la vuelta y salir corriendo.

Podemos tener miedo, el miedo nos pone en alerta. Pero sólo debemos dejar que haga eso: Avisarnos. Así, daremos la vuelta a la tortilla, y lo usaremos para aprender, para mejorar, para seguir hacia adelante y para ser un poco más felices.

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