Igual da que sea un día u otro.
Igual da que en los noticiarios, los diarios y demás medios de comunicación del inmovilismo establecido nos digan una cosa u otra.
Igual da.
Las batallas por el reconocimiento de derechos empiezan por las guerrillas de las obligaciones. De los deberes. De lo que siempre ha sido la educación, con mayúsculas, que ha de empezarse -y terminarse- en casa.
De nada nos sirve clamar desde parlamentos, senados, uniones europeas y demás zarandajas públicas si desde la casa de uno, la de la infancia, la de los recuerdos, no hay una voluntad firme y férrea de tratar exactamente igual al hijo que a la hija. Si seguimos diciendo a fulanita que recoja la mesa y a menganito que se vaya a jugar y que no enrede en la cocina. Si no solo se le dice que la ropa sucia no va sola a la lavadora, sino que se le pone en la mano y se le dice dónde la ha de llevar.
Los hitos por los que se mide la igualdad de tareas y funciones, sueldos y salarios, responsabilidades y deberes; esos hitos, esa igualdad, es lo que celebraría (caso de celebrar algo) hoy, ocho de marzo. ¿El resto del año no merece la pena decirle a una mujer que trabaja que estás feliz por ella? ¿O a los hombres que trabajamos no se nos puede festejar tampoco?
De acuerdo que es un motivo de conquista social, que en los últimos ciento y pico años se han logrado centenares y que los actuales gobiernos ultraconservadores disfrazados de demócratas de toda la vida se están cargando los derechos de los trabajadores (de todos, sin distinción de sexo, tendencia sexual, color, sabor ni olor). Y merece la pena parar un día y recordar lo mal que estaban en 1906, cuando la jornada laboral semanal era de casi ochenta horas y no se descansaba ni un solo día, porque no había un marco legal que dijera que al séptimo descansara todo Cristo. Pero, como dice una amiga en su muro, muchas de las losas desigualitarias las ponemos nosotros mismos en nuestras cabecicas poco pensantes. Desde el momento en que nos olvidamos de querer ser iguales y asumimos que lo somos; desde el momento en que en casa se educa a los hijos en la repartición de tareas y no en la asunción sexual de las tareas; desde que entendemos que en casa se educa y en el colegio se forma... Desde que le damos a un hijo una escoba y a la hija la dejamos ver la tele un rato más, en ese momento, habremos sembrado igualdad.
Mi madre tenía por costumbre hacernos limpiar nuestro dormitorio; daba igual que fuera el de mis hermanas o el nuestro. Había que mantenerlo limpio y, una vez a la semana, el cambio de sábanas, limpieza de cristales y demás, corría por nuestra cuenta. Si no había limpieza, no había otros favores. Luego fue aumentando la cuota y, puesto que éramos seis en casa, todos arrimábamos el hombro. Unos más, otros menos. Pero se nos metió con pausa, sin prisa, que la igualdad bien entendida empieza en lo básico. Luego estudiamos, fuimos universitarios, salimos al mercado laboral y tuvimos que enfrentarnos a personas (no hombres o mujeres; personas) que unas veces ayudaban y otras pisaban el cuello. Siempre las traté de igual a igual, siempre respeté al compañero, al trabajador incluso, algunas veces, a los jefes. No había machos o hembras. Había personas.
Y hoy, mientras mi mujer se ha ido a trabajar todo el día, yo me he dedicado a limpiar, recoger, fregar, planchar, lavar y tender. Porque es lo me enseñaron en su momento, porque es lo que aprendí en su momento, porque es lo que debe ser.
El problema radica en lo que sí que no nos debe dar nunca igual, que es la educación y la formación de las nuevas generaciones. Yo no tengo hijos, y lo siento. Me hubiera gustado transmitirles este valor fundamental que me transmitieron a mí: la igualdad bien entendida empieza por asumir cada uno que no somos ni más ni menos que el de al lado. Sea lo que sea lo que tenemos al lado. No seamos perezosos ni dejemos que los que están a nuestro lado lo sean. Eduquemos, ayudemos, formemos y tratemos a todos en igualdad de condiciones.
Nos sorprenderán los resultados. Igual.
Fulgen García